Mirta Vacou y Hugo Escobar realizaron, allá por 2005, un rescate de mujeres que pasaron por la ciudad de Reconquista y la región dejando una huella marcada para siempre. “Mujeres sin Historia” revive la fortaleza femenina que forjó nuestro suelo.
Nació el 4 de septiembre de 1888, en Alturis, territorio que en ese tiempo pertenecía al Imperio Austro-Húngaro. Sus padres fueron Antonio Fabrissín y Santa Justulín.
Emigraron a América, Brasil primero y Argentina después, finalmente se radicaron en la colonia de Reconquista donde Antonio instaló un almacén.
En 1902, se produjo un hecho desgraciado en la vida de Rosa, que era una adolescente de 14 años: una noche esu casa dejó de ser el cálido y seguro hogar para transformarse en una pesadilla de sangre y terror cuando fueron atacados por un grupo de maleantes.
“El viento norte levanta en círculos las hojas de los paraísos desparramadas en la polvareda. Los hombres gritan. Rosa corre al dormitorio, aparta el mosquitero de la cuna y alza a su hermano menor ¿Dónde esconderlo? En la urgencia no encuentra mejor lugar que dentro de un viejo baúl de madera que habían traído de Italia, luego corre y se oculta entre unos matorrales. ¡Cuánto miedo atado a la garganta! ¡Cuánto miedo detenido en las manos, en los ojos! Los hombres merodean el rancho, se llevan todo lo que vale algo. Rosa escucha, parece que se van… de pronto siente un golpe en la cabeza y un líquido tibio que la humedece mientras que la gruesa trenza de su rodete, cae en pedazos. Su larga melena negra trenzada había amortiguado el machetazo. Corre a la casa… quería encender la lámpara, se apagaba… se apagaba, y los hermanos lloraban asustados y el padre que se quejaba en alguna parte y gritaba ¡Asesinos! ¡Ladrones! Y la lámpara se encendió, Rosa creyó enloquecer: su madre estaba tendida en el piso, junto a la cuna con el cuello abierto en una grieta chorriante. Rosa sacó al bebé del baúl y se puso a mecerlo llorando”.
Pero la vida continuó y ella debió hacerse cargo de la casa y de los niños mientras su padre de día trabajaba y de noche velaba, con el Winchester al hombro. De aquella noche trágica le quedó una cicatriz en la cabeza además de una huella amarga en el alma.
Un día conoció a un joven que trabajaba de guarda hilos del ferrocarril, Tomás Arzamendia y al poco tiempo contrajeron matrimonio. De esa unión nacieron cuatro hijos: Tomás, Francisco, Victorio y Manuel.
Rosa alternaba las tareas domésticas y la crianza de sus hijos con un pequeño emprendimiento que funcionaba en su casa: un taller de costura donde trabajaba y enseñaba a quienes tenían inquietud de aprender.
Se ignora cuándo y cómo se despertó en ella la vocación de partera. No se dieron las oportunidades para estudiar esa profesión, pero Rosa no se amedrentó, ella era partera de hecho y en una época en que escaseaban los médicos sus servicios eran bienvenidos. No era una improvisada pues se había instruido en el oficio de ayudar a nacer, junto al doctor Froilán Ludueña de quien fue asistente.
Doña Rosa, atendía a todas las mujeres que solicitaban su ayuda pero tenía especial predilección por las humildes a quienes no sólo asistía sin cobrar nada sino que también las proveía de pañales o de sábanas, que muchas veces llevaba de su casa.
Fue una mujer animada por una gran vocación de servicio pero no todos así lo entendieron: doña Rosa tuvo que enfrentar una denuncia por práctica ilegal de la medicina. En esa circunstancia pudo observar que el buen sembrador recoge buenos frutos porque la mayoría de los vecinos la esperaron en La Estación de Ferrocarril cuando fue liberada, para mostrarle su afecto y apoyo incondicional.
Después de ayudar a nacer a más de mil criaturas, Rosa Fabrissín de Arzamendia falleció el 13 de julio de 1971.
La ciudad no la olvida: una plazoleta y un jardín de infantes llevan su nombre.
El tiempo borró los baldíos, los paraisales,
las cunetas profundas,
pero no el recuerdo de Doña Rosa,
la que hacía sabedoras a las madres
para ayudar a crecer a los hijos.