Compartimos la opinión del Obispo de Reconquista sobre las Pascuas.
Los conceptos de vida y de muerte contienen una vasta historia semántica y, en sí mismos, encierran una gran densidad. Desde los testimonios primigenios de la humanidad, hay registros de estas dos realidades fundamentales, presentándose como antagónicas y en lucha permanente. Esto sucede desde los mitos antiguos hasta la moderna psicología, que estudia la batalla interna en el ser humano entre el eros (pulsión de vida) y el tánatos (pulsión de muerte).
Así describía S. Freud esta realidad en uno de sus escritos: “Las pulsiones orgánicas conservadoras…no pueden sino despertar la engañosa impresión de que aspiran al cambio y al progreso, cuando en verdad se empeñaban meramente por alcanzar una vieja meta a través de viejos y nuevos caminos…La meta de toda vida es la muerte” (S. Freud, Más allá del principio del placer).
Ya estos dos párrafos nos indican la gravedad de la cuestión. Estamos ante una temática compleja y que presenta diversas aristas. La misma fe cristiana, en algunos de sus textos litúrgicos, da cuentas de esta “lucha”. Por ejemplo, en la secuencia que se proclama el día de Pascua, una de las estrofas reza: “Lucharon vida y muerte en singular batalla y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”. Los poetas cristianos no fueron ajenos a la tensión entre vida y muerte presente en cosmos.
Si aceptamos que este tema recorre prácticamente toda la historia humana, y que hay verdaderamente una lucha entre la muerte y la vida, que también nosotros palpamos cotidianamente, en nosotros mismos, en torno a nuestra existencia, en la sociedad y en el mundo, entonces: ¿cuál es la novedad que nos trae la mañana de Pascua?
Según mi modesto entender, la novedad se desglosa en dos aspectos claves: por un lado, la austera y emblemática figura de Jesús de Nazareth, un individuo, una persona histórica, el Hijo de Dios hecho hombre, quien ha aceptado atravesar y vivir esta lucha, llegando hasta el extremo de la misma, llegando hasta los mismos abismos de la muerte, entendida como soledad y maldición, llevando en su alforja, en su mochila, solo la confianza y el amor a Dios Padre. Este viaje lo ha emprendido hasta la frontera de la nada, y fue desde allí que la fuerza creadora del Padre eterno lo ha arrancado de las garras de la muerte y lo ha proyectado hacia una vida diferente, no ya sujeta a los condicionamientos de la misma. A una vida distinta, nueva, definitiva.
Cristo resucitado es nuestra Pascua, es decir, es el paso de la muerte a la vida eterna. Lo afirma el pregón pascual, ese hermoso himno con que la liturgia del Sábado Santo anuncia el triunfo de Jesús sobre el pecado y sobre la muerte:
“Ésta es la noche
en que, rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!
Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos…”
Se trata de una verdad, o de en un hecho fundamental: Cristo ha resucitado. Este es el testimonio apostólico, que no solo vieron la tumba vacía, sino que se encontraron con Él en diferentes momentos. Y si Cristo ha resucitado, nuestra vida es definitivamente diferente. La lucha todavía nos afecta. Pero el camino de superación está trazado. Una pequeña luz se enciende en el horizonte y puede guiar nuestros pasos.
Esto es bueno contemplarlo, ante todo, a nivel personal. No es algo relativo o sin importancia que Cristo haya realizado la redención asumiendo la condición humana, viviendo como uno de nosotros. Y que sea El quien haya resucitado. Se trata de una afirmación que da sentido a nuestras luchas, a nuestros esfuerzos, a nuestro camino, en el cual experimentamos, en primera persona, la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Cristo resucitado no es ajeno a nuestros cuestionamientos más hondos.
Luego, la convicción cristiana es que la vida, al final, vence a la muerte. Si así sucedió con el Hijo de Dios, entonces esa es la lógica que sigue a quienes caminamos junto a él. Valorando la hondura del conocimiento freudiano de la condición humana, los cristianos, desde nuestra fe y con humildad, podemos completar su afirmación, diciendo: “la meta de la muerte es la vida”. Así lo contemplamos en Cristo resucitado y sentado a la diestra de Dios Padre. Él pasó por la cruz para llegar a la gloria.
Por otra parte, resulta fundamental, en el evento de la muerte y resurrección de Jesús, la confianza, el amor entre el Padre y el Hijo. Puede parecer un dato banal, pero no creo que lo sea. La confianza en el otro, y la confianza en Dios, en Alguien que nos espera más allá del abismo, es determinante para alentarnos en la peregrinación que tenemos que desandar.
La resurrección de Cristo es obra del Padre. La vida nos es dada al principio, y también al final. La vida es un don de Dios Padre creador. Pero también es obra del Hijo, ya que desde su confianza, su amor incondicional al Padre, fue capaz de trascender la distancia y la lejanía de la muerte, fue capaz de salvar el hiato que se abre entre la muerte y la vida. Ese amor del Padre y del Hijo nos otro que el Espíritu Santo, quien todo lo recrea y renueva.
Por eso, el mensaje que nos deja la mañana de Pascua a los cristianos, y también a todos aquellos que buscamos sinceramente una vida digna, es que solamente si sabemos confiar y entregar todo, la vida nos sorprenderá. Ninguno tiene en sí la potencialidad para vivir para siempre. Pero hay Alguien que sí está dispuesto a ofrecernos ese don. Felices Pascuas!!