Marcos Ciani compartió en su Facebook una interesante anécdota vivida en el establecimiento que estaba en la esquina de Obligado y Alvear.
LA COMERCIO
-¡Llueve!
-¿Cómo que llueve?
-Sí, llueve boludo, ¿no escuchas que llueve?
¿Cómo no nos íbamos a poner mal? Si cuatro o cinco gotas antes de las 08:00 eran motivo más que suficiente para encontrarnos una cuadra antes (como si nadie nos estuviera viendo) y partir con rumbo incierto hacia los lugares más recónditos de Reconquista.
Pero ese día el clima nos marcó las cartas, no estaba la aplicación del “Weather” para saber con asombrosa precisión que a las 09:26 iba a empezar a llover. Sólo era cuestión de corazonadas. Esa mañana nos embaucó, parecía tan linda que ni siquiera se nos pasó por la cabeza juntar las de “peso” para ir al pool de la galería.
Promediando el segundo módulo vino la sorpresa. Las primeras gotas comenzaron a sonar como piedras en las inmortales chapas del salón. Para luego soltar un diluvio infernal, con el que no hacíamos más que preguntarnos: ¿qué hacemos acá?
-Mirá como gotea el techo loco…
Es que la Comercio era así. Tenía las chapas oxidadas, las tejas rotas, las baldosas quebradas, las paredes despintadas, los baños perdían, las ventanas no se abrían, y un sinfín más de problemas de infraestructura que posiblemente podían presentar alguna desilusión para los alumnos que a ella asistían.
Nada de eso. Nos encantaba, era nuestra identidad. La defendíamos a muerte, como si fuera nuestra casa. Como si hubiéramos nacido en ella. Porque así la elegimos, vieja y herrumbrada. Pero con un sinfín de historias dentro de esas paredes que si hoy pudieran hablar, estarían gritando pidiendo por favor seguir en pie.
-¿Y ahora qué hacemos?
-¿Y que vamos a hacer? Nada, salame…
-¿Cómo nada? Algo tenemos que hacer, traé un balde…
-¿Y para que mierda querés un balde?
-Vos trae el balde y cerrá la jeta…
Estábamos en 4to año, en las aulas de afuera, las periféricas. Lejos del centro donde todo estaba más controlado. El techo goteaba en verdad, pero no parecía presentar mayor dificultad. Pero el famoso balde (claro que en composé con el establecimiento; estaba sin manijas, todo despintado y tosiendo los últimos alaridos de vida antes de partirse al medio) estaba a punto de hacer su aparición estelar.
-¡Cargalo, cargalo!
-¿Qué estás por hacer, loco de mierda?
De repente, casi sin darnos cuenta, la pequeña gotera que estaba haciendo “charquito” en el piso terminó por inundar el recinto de manera escandalosa. Un lugar no apto para que tan distinguidos alumnos puedan educarse normalmente.
Pasada las diez estábamos eligiendo “rayadas o lisas”. Una victoria clara. Un triunfo inolvidable, de esos que quedan en la retina. Sacado de la magia de una cabeza casi tan perfecta como maligna. Fue como gambetear a media Inglaterra y dejar tirada a la preceptora viendo de espaldas como la pelota abrazaba suavemente la red.
Cada tanto vuelvo, allí ahora funciona un bar (de un buen amigo) que mantiene esa fachada histórica irreemplazable. Me siento a tomar una cerveza al lado mío, increíblemente. Mientras le pido una de muzza a la moza, al mismo tiempo estoy tratando de entender el maldito Teorema de Thales.
Me doy cuenta, lo siento. Sigo la charla corriente atentamente, pero un escalofrío totalmente consciente me camina por la espalda. Me extraño, me extraño mucho. ¿Cómo pasó tanto tiempo? ¿Cómo confundíamos esa incomparable felicidad con infelicidad? ¿Cómo volver las filosas agujas del reloj aunque sea un día? Eso… ¿cómo volver?
Cada vez que paso por la famosa esquina de Obligado y Alvear me veo. Me veo entrando, flaquito, con la corbata azul (que tenía un ganchito atrás para abrochar porque era un laberinto sin salida el bendito nudo), con las ojeras grandes como la edad lo merecía. Me veo lejos, pero ahí nomás, a pocos metros. Me veo perpetuo, eterno. La vida aún no se ha mostrado enteramente como para preocuparme demasiado. Me veo niño, qué mayor felicidad que esa.
Hace poco me enteré que el recinto se convertirá en una espectacular construcción moderna. Junto con esas paredes caerán miles de historias como la del balde. Miles de anécdotas quedaran enterradas para siempre. Ya no habrá donde llevarles flores. Ya no será tan mágico contarlas.
Dios quiera que algo siga en pie. Por nosotros que fuimos, hace mucho o poco tiempo. Por nuestras travesuras adolescentes. Para que cada vez que pasemos por esa querida esquina, sigamos viéndonos niños, sigamos viéndonos eternamente felices.
¡Te extraño mucho, vieja y querida Escuela de Comercio!
Texto: Marcos Ciani.
Foto: Javier Minahk.