I. La Argentina transita el año 37 de su restauración democrática y los frutos de ese proceso político y social son múltiples y diversos. Si a la democracia argentina se la mide en relación al período que la precedió, sus resultados son muy valiosos. No puede negarse que hemos superado la sistemática violación de Derechos Humanos y una dictadura sangrienta, cuyos efectos ruinosos en todos los sentidos significaron un insólito retroceso civilizatorio.
La aceptación de esa verdad no impide reconocer la existencia de un “pasivo democrático”, entendiendo a éste como una suerte de déficit o deuda social que sobrepasa la coyuntura política, y que se refleja en la pobreza estructural y en las dificultades para consolidar un proceso de desarrollo humano sostenible.
De todas maneras, no todos los gobiernos democráticos fueron y son lo mismo, y mientras algunos apelaron a la especulación financiera, la concentración económica y el unitarismo efectivo, otros activaron la producción y el trabajo, hicieron frente a deudas exorbitantes y sentaron las bases de un desarrollo genuino.
Es la propia democracia la que corrigió rumbos, sofocó excesos y desmontó errores que de perpetrarse, nos hundían en la postración y el desencanto.
II. Luego de la experiencia del gobierno pasado, hay grupos que continúan apelando a una confrontación impulsiva y cívicamente dañina.
No se analiza que nuestro país ingresó a la pandemia luego de dos años de fuerte recesión económica, endeudamiento, pymes en caída libre y pérdida de puestos de trabajo. Algo que reconocen los propios protagonistas de ese tiempo.
No es oportuna, en consecuencia, la práctica o el fomento del desencuentro. No es digna la intención de destruir al adversario en plan de guerra. No lo es nunca, pero en estas circunstancias es calamitoso, si la calamidad se define como aprovechar “facilidades” provenientes de cualquier desastre, enfermedad, conmoción pública o infortunio.
III. Nuestro país tuvo elecciones democráticas hace menos de un año y las tendrá, sin lugar a dudas el año entrante, puesto que los mandatos de senadores y diputados que culminan en 2021 son improrrogables.
Se trata entonces de no construir ni dejar construir el camino de la violencia, se trata de no irrumpir ni permitir que irrumpan los nostálgicos de las dictaduras y de las asonadas, duras o blandas.
Se trata, en otras palabras, de no desmantelar los logros “que supimos conseguir” en la democracia, recién restaurada, después de Malvinas.
La apuesta invariable al fracaso del otro, la satanización de las ideas contrarias, la necesidad de destruirlo todo para tener razón y el rebrote del peor pasado, para cimentar una polarización visceral, es antidemocrático.
La estigmatización de los sectores vulnerados también es injusta, cuando en la emergencia no solo los humildes reclaman y merecen la asistencia constante del Estado.
La aventura continua contra la Argentina y la autolesión interna, consciente y fragmentaria, es agotadora: si el Gobierno convoca a la oposición es debilidad, si no la convoca es dictadura. Si se dispone distanciamiento o aislamiento preventivo, conforme a la capacidad del sistema sanitario, es “infectadura”. Si se relaja es inconsciencia. Si se reprograma el pago de la deuda contraída por la gestión anterior, es sumisión; pero si no se lo hace es insensatez. Si el Congreso se abre para debatir de manera telemática y a diálogo abierto, como en casi todo el mundo, es rechazado, pero si no se lo hace, es autoritarismo. Si las clases se reanudan, es exponer a los alumnos y alumnas al contagio, pero si no se lo hace, es sumergir en la ignorancia a millones de jóvenes…
En fin, un almácigo de enfrentamientos irreversibles que, alimentado de una adjetivación extremista, pavimenta el camino de la violencia.
¿Quién gana en la violencia? Lo único que sabemos es que nunca gana el pueblo que trabaja ni el que produce, nunca ganan los jóvenes, nunca ganan las mujeres que profundizan el protagonismo de esta era, nunca ganan los excluidos ni los intelectuales. Siempre ganan los mismos sectores concentrados y excluyentes.
Y la violencia, que no es lejana ni es extraña en nuestra historia pasada ni reciente, debe ser prevenida y evitada con formidable energía.
Ninguna intolerancia debe socavar la convivencia pacífica y el diálogo democrático.
Diego A. Giuliano es subdirector Ejecutivo de la Comisión Nacional de Regulación del Transporte